CARTA APOSTÓLICA
EN FORMA DE «MOTU
PROPRIO»
DEL SUMO PONTÍFICE
FRANCISCO
CON LA QUE SE
INSTITUYE
EL MINISTERIO DE
CATEQUISTA
1. El ministerio de Catequista en la Iglesia es muy antiguo. Entre
los teólogos es opinión común que los primeros ejemplos se encuentran ya en los
escritos del Nuevo Testamento. El servicio de la enseñanza encuentra su primera
forma germinal en los “maestros”, a los que el Apóstol hace referencia al
escribir a la comunidad de Corinto: «Dios dispuso a cada uno en la Iglesia así:
en primer lugar, están los apóstoles; en segundo lugar, los profetas, y en
tercer lugar, los maestros; enseguida vienen los que tienen el poder de hacer
milagros, luego los carismas de curación de enfermedades, de asistencia a los
necesitados, de gobierno y de hablar un lenguaje misterioso. ¿Acaso son todos
apóstoles?, ¿o todos profetas?, ¿o todos maestros?, ¿o todos pueden hacer milagros?,
¿o tienen todos el carisma de curar enfermedades?, ¿o hablan todos un lenguaje
misterioso?, ¿o todos interpretan esos lenguajes? Prefieran los carismas más
valiosos. Es más, les quiero mostrar un carisma excepcional» (1 Co 12,28-31).
El mismo Lucas al
comienzo de su Evangelio afirma: «También yo, ilustre Teófilo, investigué todo
con cuidado desde sus orígenes y me pareció bien escribirte este relato
ordenado, para que conozcas la solidez de las enseñanzas en que fuiste
instruido» (1,3-4). El evangelista parece ser muy consciente de que con sus
escritos está proporcionando una forma específica de enseñanza que permite dar
solidez y fuerza a cuantos ya han recibido el Bautismo. El apóstol Pablo vuelve
a tratar el tema cuando recomienda a los Gálatas: «El que recibe instrucción en
la Palabra comparta todos los bienes con su catequista» (6,6). El texto, como
se constata, añade una peculiaridad fundamental: la comunión de vida como una
característica de la fecundidad de la verdadera catequesis recibida.
2. Desde sus
orígenes, la comunidad cristiana ha experimentado una amplia forma de
ministerialidad que se ha concretado en el servicio de hombres y mujeres que,
obedientes a la acción del Espíritu Santo, han dedicado su vida a la
edificación de la Iglesia. Los carismas, que el Espíritu nunca ha dejado de
infundir en los bautizados, encontraron en algunos momentos una forma visible y
tangible de servicio directo a la comunidad cristiana en múltiples expresiones,
hasta el punto de ser reconocidos como una diaconía indispensable para la
comunidad. El apóstol Pablo se hace intérprete autorizado de esto cuando
atestigua: «Existen diversos carismas, pero el Espíritu es el mismo. Existen
diversos servicios, pero el Señor es el mismo. Existen diversas funciones, pero
es el mismo Dios quien obra todo en todos. A cada uno, Dios le concede la
manifestación del Espíritu en beneficio de todos. A uno, por medio del
Espíritu, Dios le concede hablar con sabiduría, y a otro, según el mismo
Espíritu, hablar con inteligencia. A uno, Dios le concede, por el mismo
Espíritu, la fe, y a otro, por el único Espíritu, el carisma de sanar
enfermedades. Y a otros hacer milagros, o la profecía, o el discernimiento de
espíritus, o hablar un lenguaje misterioso, o interpretar esos lenguajes. Todo
esto lo realiza el mismo y único Espíritu, quien distribuye a cada uno sus
dones como él quiere» (1 Co 12,4-11).
Por lo tanto,
dentro de la gran tradición carismática del Nuevo Testamento, es posible
reconocer la presencia activa de bautizados que ejercieron el ministerio de
transmitir de forma más orgánica, permanente y vinculada a las diferentes
circunstancias de la vida, la enseñanza de los apóstoles y los evangelistas
(cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 8). La Iglesia ha querido reconocer
este servicio como una expresión concreta del carisma personal que ha
favorecido grandemente el ejercicio de su misión evangelizadora. Una mirada a
la vida de las primeras comunidades cristianas que se comprometieron en la
difusión y el desarrollo del Evangelio, también hoy insta a la Iglesia a
comprender cuáles puedan ser las nuevas expresiones con las que continúe siendo
fiel a la Palabra del Señor para hacer llegar su Evangelio a toda criatura.
3. Toda la
historia de la evangelización de estos dos milenios muestra con gran evidencia
lo eficaz que ha sido la misión de los catequistas. Obispos, sacerdotes y
diáconos, junto con tantos consagrados, hombres y mujeres, dedicaron su vida a
la enseñanza catequética a fin de que la fe fuese un apoyo válido para la
existencia personal de cada ser humano. Algunos, además, reunieron en torno a
sí a otros hermanos y hermanas que, compartiendo el mismo carisma,
constituyeron Órdenes religiosas dedicadas completamente al servicio de la
catequesis.
No se puede
olvidar a los innumerables laicos y laicas que han participado directamente en
la difusión del Evangelio a través de la enseñanza catequística. Hombres y
mujeres animados por una gran fe y auténticos testigos de santidad que, en
algunos casos, fueron además fundadores de Iglesias y llegaron incluso a dar su
vida. También en nuestros días, muchos catequistas capaces y constantes están
al frente de comunidades en diversas regiones y desempeñan una misión
insustituible en la transmisión y profundización de la fe. La larga lista de
beatos, santos y mártires catequistas ha marcado la misión de la Iglesia, que
merece ser conocida porque constituye una fuente fecunda no sólo para la
catequesis, sino para toda la historia de la espiritualidad cristiana.
4. A partir del
Concilio Ecuménico Vaticano II, la Iglesia ha percibido con renovada conciencia
la importancia del compromiso del laicado en la obra de la evangelización. Los
Padres conciliares subrayaron repetidamente cuán necesaria es la implicación
directa de los fieles laicos, según las diversas formas en que puede expresarse
su carisma, para la “plantatio Ecclesiae” y el desarrollo de la comunidad
cristiana. «Digna de alabanza es también esa legión tan benemérita de la obra
de las misiones entre los gentiles, es decir, los catequistas, hombres y
mujeres, que llenos de espíritu apostólico, prestan con grandes sacrificios una
ayuda singular y enteramente necesaria para la propagación de la fe y de la
Iglesia. En nuestros días, el oficio de los Catequistas tiene una importancia
extraordinaria porque resultan escasos los clérigos para evangelizar tantas
multitudes y para ejercer el ministerio pastoral» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr.
Ad gentes, 17).
Junto a la rica
enseñanza conciliar, es necesario referirse al constante interés de los Sumos
Pontífices, del Sínodo de los Obispos, de las Conferencias Episcopales y de los
distintos Pastores que en el transcurso de estas décadas han impulsado una
notable renovación de la catequesis. El Catecismo de la Iglesia Católica, la
Exhortación apostólica Catechesi tradendae, el Directorio Catequístico General,
el Directorio General para la Catequesis, el reciente Directorio para la
Catequesis, así como tantos Catecismos nacionales, regionales y diocesanos, son
expresión del valor central de la obra catequística que pone en primer plano la
instrucción y la formación permanente de los creyentes.
5. Sin ningún
menoscabo a la misión propia del Obispo, que es la de ser el primer catequista
en su Diócesis junto al presbiterio, con el que comparte la misma cura
pastoral, y a la particular responsabilidad de los padres respecto a la
formación cristiana de sus hijos (cf. CIC c. 774 §2; CCEO c. 618), es necesario
reconocer la presencia de laicos y laicas que, en virtud del propio bautismo,
se sienten llamados a colaborar en el servicio de la catequesis (cf. CIC c.
225; CCEO cc. 401. 406). En nuestros días, esta presencia es aún más urgente
debido a la renovada conciencia de la evangelización en el mundo contemporáneo
(cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 163-168), y a la imposición de una cultura
globalizada (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 100. 138), que reclama un auténtico
encuentro con las jóvenes generaciones, sin olvidar la exigencia de
metodologías e instrumentos creativos que hagan coherente el anuncio del
Evangelio con la transformación misionera que la Iglesia ha emprendido.
Fidelidad al pasado y responsabilidad por el presente son las condiciones
indispensables para que la Iglesia pueda llevar a cabo su misión en el mundo.
Despertar el
entusiasmo personal de cada bautizado y reavivar la conciencia de estar llamado
a realizar la propia misión en la comunidad, requiere escuchar la voz del
Espíritu que nunca deja de estar presente de manera fecunda (cf. CIC c. 774 §1;
CCEO c. 617). El Espíritu llama también hoy a hombres y mujeres para que salgan
al encuentro de todos los que esperan conocer la belleza, la bondad y la verdad
de la fe cristiana. Es tarea de los Pastores apoyar este itinerario y
enriquecer la vida de la comunidad cristiana con el reconocimiento de
ministerios laicales capaces de contribuir a la transformación de la sociedad
mediante «la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político
y económico» (Evangelii gaudium, 102).
6. El apostolado
laical posee un valor secular indiscutible, que pide «tratar de obtener el
reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios»
(Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 31). Su vida cotidiana está
entrelazada con vínculos y relaciones familiares y sociales que permiten
verificar hasta qué punto «están especialmente llamados a hacer presente y
operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede
llegar a ser sal de la tierra a través de ellos» (Lumen gentium, 33). Sin
embargo, es bueno recordar que además de este apostolado «los laicos también
pueden ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el
apostolado de la Jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que
ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho por el Señor»
(Lumen gentium, 33).
La particular
función desempeñada por el Catequista, en todo caso, se especifica dentro de
otros servicios presentes en la comunidad cristiana. El Catequista, en efecto,
está llamado en primer lugar a manifestar su competencia en el servicio
pastoral de la transmisión de la fe, que se desarrolla en sus diversas etapas:
desde el primer anuncio que introduce al kerygma, pasando por la enseñanza que
hace tomar conciencia de la nueva vida en Cristo y prepara en particular a los
sacramentos de la iniciación cristiana, hasta la formación permanente que permite
a cada bautizado estar siempre dispuesto a «dar respuesta a todo el que les
pida dar razón de su esperanza» (1 P 3,15). El Catequista es al mismo tiempo
testigo de la fe, maestro y mistagogo, acompañante y pedagogo que enseña en
nombre de la Iglesia. Una identidad que sólo puede desarrollarse con coherencia
y responsabilidad mediante la oración, el estudio y la participación directa en
la vida de la comunidad (cf. Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva
Evangelización, Directorio para la Catequesis, 113).
7. Con
clarividencia, san Pablo VI promulgó la Carta apostólica Ministeria quaedam con
la intención no sólo de adaptar los ministerios de Lector y de Acólito al nuevo
momento histórico (cf. Carta ap. Spiritus Domini), sino también para instar a
las Conferencias Episcopales a ser promotoras de otros ministerios, incluido el
de Catequista: «Además de los ministerios comunes a toda la Iglesia Latina,
nada impide que las Conferencias Episcopales pidan a la Sede Apostólica la
institución de otros que por razones particulares crean necesarios o muy útiles
en la propia región. Entre estos están, por ejemplo, el oficio de Ostiario, de
Exorcista y de Catequista». La misma apremiante invitación reapareció en la
Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi cuando, pidiendo saber leer las
exigencias actuales de la comunidad cristiana en fiel continuidad con los
orígenes, exhortaba a encontrar nuevas formas ministeriales para una pastoral
renovada: «Tales ministerios, nuevos en apariencia pero muy vinculados a
experiencias vividas por la Iglesia a lo largo de su existencia —por ejemplo,
el de catequista […]—, son preciosos para la implantación, la vida y el
crecimiento de la Iglesia y para su capacidad de irradiarse en torno a ella y
hacia los que están lejos» (San Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 73).
No se puede negar,
por tanto, que «ha crecido la conciencia de la identidad y la misión del laico
en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente, con
arraigado sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la
caridad, la catequesis, la celebración de la fe» (Evangelii gaudium, 102). De
ello se deduce que recibir un ministerio laical como el de Catequista da mayor
énfasis al compromiso misionero propio de cada bautizado, que en todo caso debe
llevarse a cabo de forma plenamente secular sin caer en ninguna expresión de
clericalización.
8. Este ministerio
posee un fuerte valor vocacional que requiere el debido discernimiento por
parte del Obispo y que se evidencia con el Rito de Institución. En efecto, éste
es un servicio estable que se presta a la Iglesia local según las necesidades
pastorales identificadas por el Ordinario del lugar, pero realizado de manera
laical como lo exige la naturaleza misma del ministerio. Es conveniente que al
ministerio instituido de Catequista sean llamados hombres y mujeres de profunda
fe y madurez humana, que participen activamente en la vida de la comunidad
cristiana, que puedan ser acogedores, generosos y vivan en comunión fraterna, que
reciban la debida formación bíblica, teológica, pastoral y pedagógica para ser
comunicadores atentos de la verdad de la fe, y que hayan adquirido ya una
experiencia previa de catequesis (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus
Dominus, 14; CIC c. 231 §1; CCEO c. 409 §1). Se requiere que sean fieles
colaboradores de los sacerdotes y los diáconos, dispuestos a ejercer el
ministerio donde sea necesario, y animados por un verdadero entusiasmo
apostólico.
En consecuencia,
después de haber ponderado cada aspecto, en virtud de la autoridad apostólica instituyo
el ministerio laical de Catequista
La Congregación
para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos se encargará en breve
de publicar el Rito de Institución del ministerio laical de Catequista.
9. Invito, pues, a
las Conferencias Episcopales a hacer efectivo el ministerio de Catequista,
estableciendo el necesario itinerario de formación y los criterios normativos
para acceder a él, encontrando las formas más coherentes para el servicio que
ellos estarán llamados a realizar en conformidad con lo expresado en esta Carta
apostólica.
10. Los Sínodos de
las Iglesias Orientales o las Asambleas de los Jerarcas podrán acoger lo aquí
establecido para sus respectivas Iglesias sui iuris, en base al propio derecho
particular.
11. Los Pastores
no dejen de hacer propia la exhortación de los Padres conciliares cuando
recordaban: «Saben que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí
solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente
función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas
de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común»
(Lumen gentium, 30). Que el discernimiento de los dones que el Espíritu Santo nunca
deja de conceder a su Iglesia sea para ellos el apoyo necesario a fin de hacer
efectivo el ministerio de Catequista para el crecimiento de la propia
comunidad.
Lo establecido con
esta Carta apostólica en forma de “Motu Proprio”, ordeno que tenga vigencia de
manera firme y estable, no obstante, cualquier disposición contraria, aunque
sea digna de particular mención, y que sea promulgada mediante su publicación
en L’Osservatore Romano, entrando en vigor el mismo día, y sucesivamente se
publique en el comentario oficial de las Acta Apostolicae Sedis.
Dado en Roma,
junto a San Juan de Letrán, el día 10 de mayo del año 2021, Memoria litúrgica
de san Juan de Ávila, presbítero y doctor de la Iglesia, noveno de mi
pontificado.
Francisco